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miércoles, 10 de marzo de 2010


EL CONQUISTADOR

Lo que fue dejando tras su paso no fue más que un sin fin de campos quemados y un olor a muerte casi imposible de respirar. Esta aldea no era diferente de las otras: los mismos hombres sucios y desesperados; las mismas mujeres avejentadas que trataban, sin lograrlo, de proteger a sus hijos.
Las chozas fueron cayendo una a una arrasadas por el fuego. El conquistador antes de dejar a sus hombres el placer del saqueo y la barbarie, lanzó una última mirada helada a los cuerpos sin vida que eran un estorbo para el paso de su caballo, mientras en sus labios se abría una vaga sonrisa indefinible.
Los campesinos que quedaban con vida trataban de defenderse, sus azadas y aperos eran como juguetes tratando de impedir el avance de un tornado. Sus esposas con inútiles gritos se debatían entre los brazos de los hombres que las atrapaban. Fueron violadas y sacrificadas entre atroces torturas para divertimento de la tropa. Lo último que sus ojos pudieron contemplar fue la imagen de sus hijos arrojados a la hoguera.
Una vez terminada la masacre, el conquistador emprendió la marcha, según se alejaba el rastro de sangre le fue siguiendo y siguiendo hasta convertirse en un río que fluía tras sus pasos rojo y silencioso. Al llegar a la cumbre del último bastión conocido, al asomarse al último risco de su inmenso territorio conquistado, llamó a su más fiel servidor. Éste se le acercó rápido, con los ojos bajos tratando de ocultar ante su señor el temblor de su cuerpo. Se mantuvo quieto y esperó sus órdenes. El conquistador dejando vagar la mirada sobre los valles y montañas del mundo, preguntó:
—¿Observas mi poder? No queda nada ni nadie que me arrebate la gloria.
El servidor alzó un instante los ojos para contemplar aquel irreparable vacío, miró un instante el rostro del vencedor... Una leve sombra cubrió el cielo.
—¿No me respondes?
—Sí, dueño del mundo, sólo gozaba de tu grandeza sin par.
El conquistador contempló la inmensa nada que le rodeaba; sintió un leve vértigo, fue algo pequeño, casi vago, imposible de describir, pero que fue creciendo y creciendo hasta apoderarse de su visión. Una leve náusea le atenazó la garganta; tragó aquella saliva de regusto amargo y entonces, de un golpe, empezó a comprender, de una vez y para siempre, el precio de su triunfo.

6 comentarios:

Alejandro dijo...

Estupendo cuento, Soledad. Escueto, brillante, limpio, eficaz y magistralmente estructurado. Y no falto de moralejas o temas para la reflexión. Recordando algún refrán popular: "El que a hierro mata, a hierro muere" o "El que la hace la paga". El mal -añado de mi cosecha- va siempre con el malhechor, que será su propio juez: ¡el más severo! Enhorabuena.

Besos.

Alex

Jesús Arroyo dijo...

Hola Soledad:

¿Crees que lo asimiló?
Pena que ese río rojo no le arrastrara, aunque sería ponernos en su mismo caballo.

Un cuento que "me ha conquistado".

Besos y gracias por tu Lidia Constanza.

Mari Carmen Azkona dijo...

“tragó aquella saliva de regusto amargo y entonces, de un golpe, empezó a comprender, de una vez y para siempre, el precio de su triunfo.”

Triste es que para aprender una lección haya que sembrar la muerte y la destrucción.
La búsqueda de la “gloria”, siempre la pagan los que tienen mucho que decir y una voz inaudible con la que gritar.

Un fuerte abrazo.

Manuel dijo...

Querida Sol!... Pero que alegría volver a esta página y encontrar, no una, ¡¡¡SINO DOS VECES!!!.

Esto es todo un lujazo que hay que celebrar.

Me ha producido un escalofrío importante la lectura de este texto. ¿La soledad del lider?. No se si es eso exáctamente, pero lo he sentido muy de cerca.

Me voy a casa de la ratita a ver si me repongo.

Un besazo.

Anónimo dijo...

Demoledor. Escrito de primera magnitud. Siempre cuidando la forma...pero yendo al fondo. Un beso...Qué buena escritora eres... Andrea/Sol.

Port

Rosa dijo...

Mi querida Sol... ¡cuánto te echaba de menos!. Es impresionante. Me recorre un escalofrío de realidad no tan lejana como a veces nos parece y me cuesta tanto aceptarnos.

Todo en ti es especial siempre. Te quiero