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miércoles, 24 de marzo de 2010


Judas.


Lo tengo claro, absolutamente claro. Lo que voy a hacer es lo correcto. Este hombre es un traidor. No se puede ir por ahí diciendo lo que dice y dejando a tanta gente en la estacada... Porque muchos creímos en él; esta tierra lleva mucho tiempo buscando un líder y él hubiera podido serlo porque tiene algo en la mirada, tiene algo; y sus palabras arden en los oídos, resuenan dentro como un látigo. No hay más que recordar aquel día en el monte, si hubiese querido, se habría alzado a su alrededor un auténtico ejército contra el invasor. Pero no, se pone a hablar de los débiles, de un reino que nadie sabe dónde está, y de los pacíficos, sobre todo de los pacíficos ¡con lo exaltados que estaban los ánimos!
Está lleno de buenas palabras, no digo que no, pero necesitamos otro tipo de hombre: un libertador, palabras ya las dijeron los profetas y no arreglaron nunca nada.
Y, sin embargo... tiene algo en el gesto. Recuerdo el día en que aquel centurión se acercó a él para pedirle que curase a su siervo. ¡Un romano! Que sí, que Roma nos había construido una sinagoga. Pero un enemigo es un enemigo y aquel hombre lo era. ¡Y además para un siervo! Como si no hubiese suficientes de los nuestros que atender.
Si, lo tengo claro... pero hay algo en su voz... Cuando se dirige a los niños, a los viejos, a nosotros mismos que somos ya hombre curtidos, no sé... hay algo.
A pesar de todo ello, tengo que hacerlo. No es por el dinero, ya ves, sólo son treinta monedas, un símbolo más que nada. Es por el bien de nuestra tierra, por todos los que amamos la libertad. Nuestras esperanzas están en juego. Y sin embargo tiene algo que...

jueves, 11 de marzo de 2010




LA RATITA PRESUMIDA


(partidaria de la mezcla étnica)


Siempre fui partidaria del diálogo interracial. Pero vayamos por partes, que se han dicho muchas tonterías sobre mí.
Todo empezó aquella mañana en que yo barría mi escalera porque no me quedaba otro remedio. Que luego he visto los dibujos esos en los que me ponen con un delantal, allí, barre que barre, cantando como si fuera tonta y encima estuviera contenta, con lo que siempre he odiado las faenas domésticas...

En fin, a lo que íbamos: barriendo me encontré la famosa monedita y decidí comprarme un lazo. Que no es que yo buscase novio sino que a una le gusta estar mona ¿o es que acicalarse es ir pidiendo guerra? Pues parece que sí, porque enseguida empezaron a pasar moscones prometiéndome el oro y el moro.
Yo estaba a lo mío, con la escoba aparcada y leyendo la Metamorfosis de Ovidio, que por cierto, no se la recomiendo, porque es un poco indigesta. Nada de estar sentada y modosita esperando que vinieran a declarárseme. Y menos el ratón ese con el que dicen que me casé. Pero cómo puede una casarse con un individuo que te dice que se va a pasar las noches durmiendo y callando ¡ni que fuera imbécil! No, yo no me casé con ese sansirolé. Tampoco lo hice con el perro, aunque sí es cierto que me lo ligué durante todo un verano, pero le faltaba conversación, sólo hablaba de sus huesos y de un amo que tuvo una vez y que le tiraba continuamente una pelotita como si repetir eso mil veces tuviese la menor gracia. Lo cierto es que en septiembre lo mandé a paseo. Fue entonces cuando conocí al gallo que era muy mono, las cosas hay que decirlas, pero muy estirado. Ese pretendía meterme en una especie de harén con una docena de gallinas, y no estaba yo para andar compartiendo novio con nadie y menos con esa panda de pánfilas emplumadas .
Lo mío en el fondo fue con el gato, digan los cuentos lo que digan. Ese sí que era un tío divertido, lleno de cosas que contar y que se había corrido todos los tejados del barrio y en ese momento estaba dispuesto a compartir tamaña experiencia conmigo. “Ratita —me dije— es tu oportunidad. Siempre lo has dicho: diálogo interracial” Así que, dicho y hecho, dialogamos que ni se sabe. Todo el mundo advirtiéndome “que te va a comer, que te va a comer”. “Por supuesto —pensaba yo— que me coma lo que quiera, para eso estamos.
Luego se fue. De fiar, lo que se dice fiar, no hay prácticamente ningún macho, pero que me quiten lo bailado... no lo barrido.

miércoles, 10 de marzo de 2010


EL CONQUISTADOR

Lo que fue dejando tras su paso no fue más que un sin fin de campos quemados y un olor a muerte casi imposible de respirar. Esta aldea no era diferente de las otras: los mismos hombres sucios y desesperados; las mismas mujeres avejentadas que trataban, sin lograrlo, de proteger a sus hijos.
Las chozas fueron cayendo una a una arrasadas por el fuego. El conquistador antes de dejar a sus hombres el placer del saqueo y la barbarie, lanzó una última mirada helada a los cuerpos sin vida que eran un estorbo para el paso de su caballo, mientras en sus labios se abría una vaga sonrisa indefinible.
Los campesinos que quedaban con vida trataban de defenderse, sus azadas y aperos eran como juguetes tratando de impedir el avance de un tornado. Sus esposas con inútiles gritos se debatían entre los brazos de los hombres que las atrapaban. Fueron violadas y sacrificadas entre atroces torturas para divertimento de la tropa. Lo último que sus ojos pudieron contemplar fue la imagen de sus hijos arrojados a la hoguera.
Una vez terminada la masacre, el conquistador emprendió la marcha, según se alejaba el rastro de sangre le fue siguiendo y siguiendo hasta convertirse en un río que fluía tras sus pasos rojo y silencioso. Al llegar a la cumbre del último bastión conocido, al asomarse al último risco de su inmenso territorio conquistado, llamó a su más fiel servidor. Éste se le acercó rápido, con los ojos bajos tratando de ocultar ante su señor el temblor de su cuerpo. Se mantuvo quieto y esperó sus órdenes. El conquistador dejando vagar la mirada sobre los valles y montañas del mundo, preguntó:
—¿Observas mi poder? No queda nada ni nadie que me arrebate la gloria.
El servidor alzó un instante los ojos para contemplar aquel irreparable vacío, miró un instante el rostro del vencedor... Una leve sombra cubrió el cielo.
—¿No me respondes?
—Sí, dueño del mundo, sólo gozaba de tu grandeza sin par.
El conquistador contempló la inmensa nada que le rodeaba; sintió un leve vértigo, fue algo pequeño, casi vago, imposible de describir, pero que fue creciendo y creciendo hasta apoderarse de su visión. Una leve náusea le atenazó la garganta; tragó aquella saliva de regusto amargo y entonces, de un golpe, empezó a comprender, de una vez y para siempre, el precio de su triunfo.